El inspector Vélmez tamborilea los dedos de la mano izquierda sobre la mesa de la sala de interrogatorios. El brazo derecho, doblado sobre el respaldo de la silla, la pierna izquierda cruzada de manera casual sobre la derecha. Definitivamente, sus maneras nunca son las más ortodoxas, pero el Comisario Jefe de la Central sabe que su elevado éxito de aciertos en los casos -hasta la fecha, el cien por cien-, hacen de su subordinado una figura casi imprescindible en la oficina.
- Veamos, repítame su nombre y nacionalidad –dice.
- Bien, lo tiene ahí en su libreta. Está usted poniéndose algo nervioso, creo –contesta el hombre, tranquilamente-. No hay motivos. Ya le he dicho que yo no sé nada más de lo que ya les dije a sus agentes el otro día. ¿Por qué no se toma algo caliente, inspector? -le dice, mirándolo a los ojos: transmite una serenidad poco común para la sala de interrogatorios-: le sentará bien, en serio.
El inspector mira de nuevo al hombre que tiene delante. Podría ser ese u otro cualquiera, claro, pues nada en sus rasgos parece sobresalir: raza blanca, pelo oscuro -más bien marrón, algo revuelto y necesitado de un buen corte-, ojos y piel también oscuros… De algún punto de la costa mediterránea, sin duda; vestido como estaba, con unos sencillos vaqueros, zapatillas deportivas y camisa clara sin adornos, podría proceder de cualquier ciudad media de alguno de esos países europeos del sur…