Vélmez comprueba que su secretaria le ha dejado encima de su mesa uno de esos post-it con forma de corazón suyos, indicando la hora de la llamada de Pablo Miguélez, el Comisario Jefe. El asunto debe de ser urgente, piensa, cuando la señorita Blam ha usado lápiz y no bolígrafo para apuntarlo. Su taza favorita descansa, descuidada, entre los papeles mal ordenados de la mesa.
- Pase, Vélmez, pase -manda el Comisario Jefe tras escuchar los dos toques secos de su subordinado en la puerta-. Gracias por venir tan rápido -le dice, sin levantar la vista de la carpeta negra que tiene entre las manos-. Siéntese, por favor.
Vélmez se acomoda en unos de los duros asientos del despacho -los presupuestos de este año tampoco han llegado para acondicionar un poco el lugar-, dejando encima de la mesa la cartera y la placa.
- Le he mandado llamar porque nos han encomendado una misión especial -comienza a explicarle el Comisario-, y dado a su porcentaje de aciertos en la resolución de casos, creo que es usted la persona indicada. Cuando le diga quién nos encarga esto, comprenderá la urgencia de la misión -prosigue, haciendo un silencio forzado.
- Continúe, jefe, continúe -le anima Vélmez, sabiendo que, en el fondo, su interlocutor está deseando explotar de una vez y dar carpetazo (literalmente) al tema.
El Comisario se quita sus gafas de montura oscura y las limpia con un trapo no mucho más limpio que los cristales.
- Este mediodía ha llamado Giuliano Giri, que a usted no le dirá nada -se apresura a adelantar, viendo la ceja levantada de su subordinado-, pero que le adelanto que es el jefe del Equipo de Seguridad del Estado Vaticano.