Hoy es domingo. Después de varias semanas de trabajo intenso en la oficina de la Comisaría, es el primero en el que no tiene que acudir a revisar informes de casos medio abandonados, comprobar las transcripciones de algún interrogatorio o, simplemente, ordenar -por encima- la mesa de su despacho. Ha dejado su móvil en modo vibración encima de la mesa de la cocina, aunque solamente por el placer de ver que nadie -nadie solamente pueden ser su secretaria, la señorita Ketty Blam, y Charlie, el jefe de forenses de la Segunda Manzana, a la que pertenece la Comisaría- va a llamarle de forma imprevista o le van a avisar para que acuda de forma urgente a la oficina.
Ha sonado el despertador a las ocho de la mañana, y uno de sus placeres, escasos, es prepararse despacio una taza de té para desayunar: muy dulce, con las tres cucharadas de azúcar, muy caliente y dejando que la bolsita exude todo su sabor. Además, tiene una caja de donuts que aún no ha caducado. ¿Por qué dirán que a todos los policías les gustan los donuts? No lo sabe, pero en su caso, es cierto: es uno de sus dulces favoritos, sobre todo esos llenos de azúcar, blandos y esponjosos.
La tetera le avisa con un agudo silbido de que la bebida ya está preparada y dispone la taza -una mug que su secretaria le regaló después de visitar Barcelona, en la que aparece un chillón mensaje de "I love Barcelona"- en la bandeja, junto con un plato con dos donuts y el azucarero. Extiende el periódico sobre la mesa, simplemente por el placer de pasar las hojas hasta llegar al apartado de los sudokus...